Fito Páez en la Rambla: crónica de la ceremonia musical de un rosarino que conquistó a más de 60 mil personas
El músico argentino hizo el cierre local de la gira de los 30 años de «El amor después del amor» ante una multitud que le correspondió su cariño. Rada, Fattoruso y Roberto Musso fueron parte.
La imagen es la del final. Fito Páez, con su entallado traje azul de mangas acampanadas, revolea los brazos como señal para que las 65 mil personas que tiene de frente sigan cantando. Entonces el coro entona, como una plegaria, el estribillo de «Y dale alegría a mi corazón», y mira la hilera que atraviesa el escenario. Ahí están Paul Higgs y Alfonsina, los artistas que abrieron el show; ahí están Ruben Rada y Hugo Fattoruso, ahí está el Lobo Núñez con sus pasos de candombe, Albana Barrocas, la cuerda de tambores de C1080, la banda entera de Fito Páez. Ahí está, resumido, el Río de la Plata y, hecha carne, la música de tantas vidas.
Este sábado, Fito Páez dio el concierto más grande en su historia con Uruguay. Con entradas agotadas, en la Rambla frente al Club de Golf, el músico rosarino le proclamó su amor a Montevideo con intensidad y con reiteración. Lo hizo adaptando las letras de sus canciones, en varios de los diálogos de la noche, como respuesta cada vez que el público le cumplió un deseo.
Salió a escena 20 minutos más tarde de lo previsto, un retraso que sembró la impaciencia e hizo sentir la pesadez (explicó, después, que tuvo un ataque de asma que, al comienzo, lo mantuvo bajo visible incomodidad). El tiempo que pasó entre la actuación de Alfonsina, que combinó canciones de sus tres discos dispuesta a conquistar una audiencia nueva (lo mismo que hizo temprano Paul Higgs, con efectividad contagiosa), y el comienzo mismo del show, dio pie a discusiones, pechazos, alguna que otra molestia entre una platea que había llegado al lugar al menos hacía un par de horas. Para ese entonces, el predio era una marea humana, tan expansiva que sus bordes no quedaban al alcance de la vista.
Páez, anunciado para las 21.15, apareció pasadas las 21.35 con «El amor después del amor» como punta de lanza; vino a hacer el cierre local de la gira de los 30 años de ese, su disco más emblemático, con un show que recorrió todos los momentos de su carrera. A diferencia de lo que hizo el año pasado en el Antel Arena, no tocó EADDA íntegro —faltó, por ejemplo, «Balada de Dona Helenna», una verdadera lástima— sino que intercaló sus piedras preciosas con hitos de los ochenta, los noventa, este milenio. Con una puesta en escena vibrante, sostenida por los visuales de sus pantallas, y con una banda que se ha consolidado como topadora, el sonido más moderno lo condensó en un medley que incluyó hasta dedicatoria a Hernán de Mala Fama antes de que sonara la cumbia «Ey, You!».
El repertorio contempló al abanico de edades que se acercó a la Rambla para demostrar que Fito Páez es un artista netamente transgeneracional. En algún momento, el anfitrión le habló a los jóvenes, les encomendó escuchar a Spinetta, les dijo: «Los consejos son horribles, pero hay que darlos porque es una época urgente esta». Una buena parte de los presentes ni siquiera había nacido cuando El amor después del amor (1992) salió.
Un guiño a esa juventud pudo haber sido la presencia de Roberto Musso, el más llamativo de los invitados de la noche. Páez lo convocó al escenario pero no para sumarlo a una canción suya, sino para cederle el territorio a «Roberto», uno de los nuevos clásicos de El Cuarteto de Nos (del disco Habla tu espejo de 2014). Él acompañó desde el piano, el protagonismo totalmente relegado. La imagen del show podría haber sido esa.
O podría haber sido la del abrazo con Rada, que cantó «11 y 6» con alta dosis de emotividad. O la de la multitud cubierta por el manto de las linternas de los celulares para acompañar la sensibilidad de «Brillante sobre el mic». O la del remolino de brazos, prendas, manos para hacer de «A rodar mi vida» un pogo contenido. O la de Hugo Fattoruso, su magistral versión de «Giros», la exclamación ahogada que soltó el público cuando lo vio tocar el acordeón (es el dueño de la música, dijo Fito, y puede que tenga razón). O la de la gente que se fue temprano porque estaba demasiado lejos y demasiado al costado como para poder ver.
Sin embargo, la imagen fue la del final. La de un consagrado rosarino rindiéndole culto a la música uruguaya, sellando para siempre su pacto con Montevideo, dando cátedra sobre cómo se hacen canciones capaces de marcar tantas historias. La de un hombre agradecido, que dijo haber hecho, esta noche, aquí, uno de los mejores conciertos de su vida. Sesenta mil testigos pueden confirmarlo.